Sangre en la nieve Read online




  Esta novela es una versión personal del cuento clásico de Blancanineves de los hermanos Grimm. Sin embargo, los nombres de algunos personajes y lugares son reales. Ciertos historiadores han planteado la teoría de que este cuento recogido de las voces populares y recopilado, junto con muchos otros, en los libros de los tan conocidos hermanos se basa ligeramente en algunos hechos y personajes que vivieron y acaecieron en la misma época de los Grimm.

  Si bien he tomado algunos de estos datos reales para la obra la trama es por completo ficticia.

  Mary Jane Forest

  Sangre en la nieve

  1

  La noble esposa del condestable del territorio de Kurmainz, Philipp Christoph von Erthal, ocupaba las largas horas invernales cosiendo junto a una de las ventanas, de su espléndida alcoba.

  A ratos, levantaba la vista de su primorosa labor para observar fascinada los copos de nieve caer del cielo cual diminutas y etéreas plumas.

  En un descuido, se pinchó el dedo con la aguja, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la inmaculada nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el blanco del gélido manto, y ella pensó: “¡Ah, quisiera tener una hija tan hermosa y perfecta que, su piel fuera blanca como la nieve, sus labios rojos como la sangre y sus cabellos negros como el ébano de esta ventana!”

  Trascurridos nueve meses, se cumplió su deseo dando a luz a una niña, de piel blanca como la más pura nieve, de labios rojos como la sangre y cuyos cabellos espesos y oscuros eran como el mismo ébano.

  Fue bautizada con el nombre de María Sophia Margaretha Catharina von Erthal mas sus dichosos padres la llamaban cariñosamente Blancanieves.

  La señora del castillo, entusiasmada ante su nueva faceta como madre, se autoimpuso la, para ella trascendental misión, de proporcionarle personalmente a su pequeña primorosos cuidados y una refinada educación. Ansiando hacer de María Sophia la más sublime princesita, pues aun cuando su esposo era un personaje relevante en el reino de Lorh, de rancio abolengo y considerable fortuna, la mujer fantaseaba con lograr algún día ver a su Blancanieves convertida no solo en la princesa de su castillo sino también en la de todo el reino.

  Y para obtener tal triunfo sabía que debía poner todo su empeño e inculcarle a su hija el deseo y la búsqueda de la perfección. De este modo, llegaría a ser la perfecta candidata a esposa del príncipe del reino, aun niño al igual que su hija.

  Si jugaba bien sus cartas, tal vez consiguiera impresionar a sus majestades y obtener una promesa matrimonial mucho antes de que los futuros contrayentes tuvieran edad para pensar con juicio en semejantes cuestiones y por descontado, suficiente edad para desposarse.

  Así, Blancanieves aprendió a cuidar su pálido cutis desde la más tierna infancia. A protegerse del terrible sol capaz de arrebatarle su hermosa blancura. A huir de las fatales corrientes que podían resfriarla –pues no existía nada más desagradable que la visión de una joven estornudando y con la nariz roja como un tomate- y en general a cuidar todas las facetas de su apariencia. Y como no, haciendo extremo hincapié en la pulcritud.

  Las lecciones de la resuelta esposa del condestable calaron hondamente en la impresionable niña. Esta, cual blanda arcilla se dejaba moldear con la confianza de una amante hija cuya fervorosa ceguera tomaba por sagradas cada palabra de su noble progenitora.

  Sin embargo, la madre de María Sophia no puso igual empeño en otros aspectos de su educación. Facetas como el desarrollo de su intelecto, o de su fuerza moral fueron desatendidas por completo.

  La norma general de la época, dictaba como innecesarios y hasta contraproducentes ciertas enseñanzas a las féminas. Se las tenía por demasiado volubles y por tanto, cosas como leer o escribir podían ser perniciosas para sus sensibles e influenciables mentes, marcándolas sin remedio de un modo negativo.

  Por supuesto, siempre existían excepciones y la misma madre de Blancanieves, creció en el seno de una de esas escasas familias que discrepaban de tales ideas, proporcionándola una educación mucho más completa de lo habitual.

  A pesar de ello, ahora la dama opinaba como los demás detractores de la educación liberal y no deseaba cosa semejante para su hija. Ella obtuvo un buen marido gracias a su belleza y exquisitos modales, no a una mente culta. Por consiguiente, su pequeña no requeriría de tales conocimientos inútiles para obtener un esposo.

  Por consiguiente, la chiquilla no vio libro alguno durante sus primeros años de existencia, ni se le habló jamás de cuanto existía más allá de los seguros y cálidos muros del castillo de sus progenitores.

  Aun sin explotar estos puntos la noble señora obtuvo, poco tiempo después, el resultado deseado.

  Cuando la chiquilla apenas contaba con ocho años logró la ansiada promesa de boca de la mismísima reina. La susodicha, quedó cautivada por la hermosura, delicadeza y angelical ceremonia con la cual la niña se conducía en todo momento. Por tanto, pactó con gusto el futuro matrimonio entre su hijo y María Sophia.

  En consecuencia, la mujer acababa de obtener su gran triunfo, ahora tenía la absoluta certeza de que en un futuro no tan lejano como pudiera parecer, pues el tiempo volaba raudo, vería a su hija sentada en el trono del reino luciendo una brillante corona de oro y piedras preciosas. Cubierta con un majestuoso manto de armiño y tomando la mano del amo y señor del reino de Lorh convertida en la criatura más divina y perfecta que pudiera contemplarse sobre la faz de la tierra.

  Durante el regreso al castillo familiar, tras tan relevante reunión, sus ojos se anegaron de dichosas lágrimas, con una sonrisa de emoción iluminando su rostro, imaginando conmovida la escena. Podía ver, con total claridad, a su niña trasformada en una deslumbrante figura, más resplandeciente que una estrella en el firmamento, más brillante que el mismo sol.

  Sumida en sus ensoñaciones, no prestó atención al frío que, sin vergüenza alguna, se introducía y correteaba osado en el carruaje, como si buscara penetrar en la cálida carne de alguna incauta víctima a quien poder congelar.

  Y la halló.

  Con el nuevo día, la madre de María Sophia amaneció sudorosa, agitaba y débil. Le fue imposible abandonar el lecho y a pesar de cuantos galenos desfilaron por el castillo, llamados por orden de su preocupado esposo para examinarla, la mujer languidecía perdiendo con rapidez sus fuerzas.

  Resistió, manteniéndose al filo de la muerte, hasta el momento en que un ceremonioso emisario de la casa real se presentó, entregándoles un pequeño retrato del príncipe infante. Estaba realizado con finos trazos los cuales resaltaban la noble belleza infantil y elegante porte del futuro monarca del reino.

  Los ojos de la moribunda brillaron por un instante, jubilosos al contemplar la primorosa miniatura que sellaba el compromiso de los niños.

  — Que maravillosa pareja haréis, hija mía —musitó sosteniendo el pequeño objeto con ayuda de Blancanieves.

  Perladas lágrimas recorrían lánguidamente su cadavérico rostro, casi como si hasta a ellas les faltaran las fuerzas, disfrutando del último placer que sabía, tendría en este mundo antes de abandonarlo para siempre.

  Y poco después, exhaló su último aliento, marchando a los cielos con la serenidad en el alma, plasmada en el pétreo rostro. Sabedora de que su hija era la criatura más perfecta que pisaba la tierra y sería la más divina reina.

  Blancanieves, arrodillada junto al frío lecho de su adorada madre, aferrando con desespero su gélida mano y con el rostro hundido entre las revueltas sabanas, sentía como si un puñal invisible la desgarrara por dentro. Con un dolor inenarrable sus lágrimas comenzaron a caer con lentitud hasta desbordarla, compungida por una perdida inesperada para la cual no se hallaba preparada y que la marcaría por muchos años.

  2

  Todo el castillo y muchos otros habitantes del reino de Lorh lloraron la muerte de la noble dam
a. Incluso los mismos monarcas lamentaron profundamente su fallecimiento.

  María Sophia sumida en la mayor de las congojas lloró con amargura durante muchos días aferrándose al retrato de su futuro esposo y escuchando en su mente cada palabra pronunciada por su madre a lo largo de aquellos ocho años. Decidida a grabar a fuego cada una de ellas en su psique, recordarlas absolutamente todas y guiarse por los sabios consejos de la progenitora que ya no podría proporcionarle más.

  El condestable von Erthal, lloró igualmente la muerte de su querida esposa, mas sus deberes con la corona le obligaban a realizar frecuentes y largos viajes diplomáticos. Y en tan dramáticas circunstancias, el hombre temía dejar sola a su pequeña.

  Blancanieves requería de una nueva madre para cuidarla y ayudarla a superar el dolor de la perdida.

  Por ello, pocos meses después contrajo segundas nupcias con Claudia Elisabeth Maria von Venningen, nacida Condesa Imperial de Reichenstein, una gentil viuda, madre de dos hijos, algo mayores que la chiquilla, fruto de su primer matrimonio. Una mujer con la experiencia y paciencia suficientes como para sanar el desgarrado corazón de la chiquilla, o al menos eso esperaba el condestable.

  La Condesa, tomando en sus manos la gestión y cuidado del castillo familiar, en las constantes ausencias de su nuevo esposo, e ilusionada por tener a una niña a su cargo pues sus dos hijos eran varones, se esforzó por llegar al corazón de su hijastra.

  Su marido le había puesto al tanto acerca del errático comportamiento observado en Blancanieves desde el fallecimiento de su primera esposa pero ambos opinaban que sin duda, era fruto de la pérdida y que poco a poco la pequeña se recuperaría.

  Pero esta, ante tan repentinos cambios se sintió aun más abrumada, replegándose sobre sí misma.

  Con la llegada de su madrastra al castillo, María Sophia dejó de derramar lágrimas por su madre pero el llanto dio paso a, si cabe, algo aun peor.

  Si en vida de esta, seguía con fervor sus deseos y ordenes, ahora aquella doctrina sobre la perfecta princesa retumbaba incesante en la mente de la chiquilla, de un modo obsesivo.

  Pasaba horas y horas preparándose al levantarse, buscando tener una apariencia inmaculada, ni una mancha ni una arruga podía estropear su vestido. Cepillaba sus espesos y largos cabellos negros como ala de cuervo justo cien veces como hasta hacía poco ejecutaba su querida madre. Se recogía el pelo ella misma, pues ninguna sirvienta podría hacerlo tan bien como debía hacerse e incluso ella misma deshacía el recogido múltiples veces convencida de que no estaba tan perfecto como cuando esta se lo hacía.

  Tras este obsesivo ritual, se contemplaba en el espejo largo rato revisando cada centímetro de su figura antes de dejarse ver por su familia.

  Pero a estas manías, como quiso considerarlas con benevolencia su madrastra se unió una que le preocupaba en mayor medida, el terror a las corrientes y a salir al exterior.

  Sabiendo, dictaminado por los galenos, que su madre falleció a causa de un enfriamiento, la niña sentía ahora pavor a las ventanas o puertas abiertas y resultaba imposible convencerla de salir a los jardines a tomar un poco el sol.

  Tanto la Condesa como sus hijos se esforzaron sobremanera por ayudar a Blancanieves. Su deliciosa belleza que cada día, según crecía se iba haciendo mayor animaba a sus corazones a tratarla con bondad y cariño pero resultaba difícil y desmoralizante pues nada parecía surtir efecto.

  Sus hermanastros, incentivados por su madre, rogaban a su nueva hermanita que les acompañara al jardín a jugar, sin embargo resultaba absolutamente imposible convencerla y si insistían demasiado o trataban de tomarla de la mano para guiarla, ella huía y se encerraba en su alcoba.

  Si, resignados optaban por animarla a jugar en el salón, con muñecas y juguetes a cual más bonitos, ella alegaba con mucha educación que le era imposible acompañarles, pues podía mancharse el vestido o arañar su blanca y fina piel con algún juguete.

  Estar con Blancanieves era como intentar jugar con una muñeca de la más frágil porcelana, que no pudieras tocar y apenas contemplar pues podía hacerse añicos con solo respirar cerca de ella.

  Al final, los chiquillos, dotados de menor paciencia que los adultos, perdieron el interés por su nueva hermana y renunciaron a sus intentos de involucrarla en sus actividades. Y ni su madre logró convencerles de persistir.

  Fue pasando el tiempo y las erráticas conductas de la chiquilla se fueron agravando a la misma velocidad que se iba trasformando en una bellísima jovencita. No había abandonado los muros del castillo familiar desde la muerte de su progenitora, ni una sola vez, ni tan siquiera para asomarse al umbral de la puerta principal.

  La Condesa, resistiéndose a perder la esperanza de llegar al corazón de María Sophia y poder convertirse en una verdadera madre para ella, intentaba con insistencia ganársela con presentes y actividades más serenas que se adaptaran mejor a las extrañas manías de su hijastra.

  En una ocasión, observando cuanto tiempo pasaba la jovencita ante el espejo de su alcoba, tuvo una prometedora idea para complacer a Blancanieves.

  Resuelta pidió a su esposo que encargara un enorme espejo a la Manufactura de Cristal de Lorh, cuyos espejos eran famosos en multitud de reinos. Debía ser de tal medida que la muchacha pudiera contemplarse de cuerpo entero. Y ser el más primoroso que pudiera fabricarse, con marco de plata y esmalte en rojo sangre, a juego con sus carnosos labios.

  Pero además, quería que dicho espejo saliera de tan renombrada fábrica por una muy llamativa singularidad que solo sus espejos poseían. Podían hablar. Y esperaba con ello sorprender y entusiasmar a su hijastra.

  Obediente, su esposo cumplió su encargo al pie de la letra dispuesto a hacer cuanto fuera necesario para hacer feliz a su querida hija y verla recuperada de sus extraños males.

  Tiempo después varios empleados de la fábrica entregaron el espejo a la Condesa.

  Gratamente complacida con el resultado y suspirando por que su idea surtiera efecto, el corazón de la dama latía ahora lleno de esperanza por obtener al fin el ansiado cariño de Blancanieves.

  Así pues, mandó llevar el grandioso espejo a la alcoba de la muchacha sin que esta se percatara.

  — Querida hija —corrió luego la Condesa irrumpiendo algo acalorada en el salón donde Blancanieves limpiaba una silla antes de ocuparla, convencida de que aun no estaba suficientemente pulcra como para evitar manchar su inmaculado vestido— deja eso y ven conmigo, te tengo una sorpresa —le revelo emocionada tomándola de una de sus finísimas muñecas y arrastrándola por el pasillo rumbo a la alcoba.

  La chiquilla, silenciosa pero molesta, procuro zafarse lo antes posible del contacto de su madrastra, convencida como estaba de que las manos de cuantos la rodeaban siempre estaban llenas de grasa, aun si no pudiera verla. Una grasa que mancharía su blanca piel.

  Cuando llegaron al aposento, la mujer, ansiosa, casi como una niña pequeña, se plantó ante el espejo. El cual, por orden suya, se encontraba cubierto por un lienzo, para así dotar de mayor misterio a la sorpresa.

  — Espero que te guste —le dijo tirando emocionada de la tela sin poder esperar a que su hijastra, aun cruzando la puerta, llegara junto a ella.

  María Sophia al verlo, abrió los ojos fascinada, realmente era una pieza exquisita, una verdadera obra de arte. La alegría se dibujo en su rostro, formando una modesta pero cálida sonrisa.

  Sintió deseos de admirarse en aquel fastuoso espejo mas aun así, no olvido cerrar la puerta tras ella, con suavidad, asegurándose de que no habría ni la más mínima corriente en la estancia.

  — Gracias, querida madrastra —dijo la joven, con cuidada cortesía, dominando sus emociones como bien le había instruido su difunta madre.

  Al aproximarse, el espejo le devolvió su imagen y ahora estudiaba crítica su apariencia, en busca de imperfecciones en su persona o atuendo.

  — ¿Te complace entonces? —interrogó la Condesa, dubitativa y algo decepcionada ante su comedida reacción.

  Esperaba con tan costoso presente ganarse al menos un beso de su hijastra y sin embargo, tan so
lo le consiguió arrancar una ligera sonrisa.

  — Mucho, querida madrastra —contesto la muchacha sin apartar la vista de la reflectante superficie.

  — Acércate más y dile algo al espejo —le pidió la dama, tal vez con la segunda parte de la sorpresa obtuviera el ansiado gesto de cariño.

  Esta obedeció, sin cuestionarse lo más mínimo el motivo de tan extraña petición. Dio un par de pasos hacia el espejo y pronunció en voz alta sus pensamientos:

  — He de peinar de nuevo mis cabellos, se ven terriblemente revueltos y este vestido no está bastante limpio, el cuello esta de un amarillo espantoso…

  Pretendía seguir enumerando los muchos defectos que descubría ahora gracias a ese nuevo espejo, mucho más eficiente a su viejo y pequeño espejo, cuando enmudeció al descubrir que sus palabras resonaban como si fueran un eco.

  — Los espejos de la Manufactura de Cristal de nuestro reino pueden hablar —le desvelo la Condesa en un quedo susurro, mirando compasiva a Blancanieves. Comprendiendo de pronto, como aquel regalo, con el cual quiso dar un paso importante hacia el corazón de su hijastra no haría más que empeorar sus obsesiones. Aquella hermosa criatura jamás se sentía satisfecha o complacida con ella misma ni con cuanto la rodeaba.

  — Comprendo —dijo la joven, escueta.

  Ambas guardaron silencio unos instantes, la una analizando crítica su reflejo, la otra observando con tristeza y piedad a la angelical figura de su hijastra.

  — Si no os molesta, me gustaría estar sola —solicitó la chiquilla después, con su dulce vocecilla.

  — Por supuesto —concedió la mujer, conteniendo las lágrimas.

  Se sintió culpable, involuntariamente acababa de agravar las extrañas manías de la muchacha y le rompería el corazón a su esposo cuando le contara de su rotundo fracaso.

  Sin embargo, Blancanieves realmente se sentía muy satisfecha con el espejo, era un espejo perfecto, que no ocultaba ni la más mínima imperfección. Y a partir de aquel día se examinaba ante él durante aun más horas de las que había pasado antaño frente a su viejo espejo.